Dormir sobre el reflejo


Con el cielo transparente líquido sobre mis ojos, me olvido un poco de la pesadez. Me dejo ir como volando. Nada más advierto el calendario de la obscuridad, cuento amaneceres y lunas; en mil ciento dieciséis me perdí. El número de días ya no me preocupa, me gusta la sensación de flotar sin decidirlo, de dejarte llevar y el sonido de caracol pegado a la oreja; infinito, infinito. Los pececitos me hacen cosquillas entre los dedos de los pies. Tomo venganza encajando mis uñas en ellos, se clavan ahí y su sangre se va difuminando en el agua. No me da asco. Las plantas me arañan la espalda, pueden porque unas ramas me arrancaron la playera y la camiseta. Me molesta acordarme de sus rayas rojas y verdes. Era la más nueva, pero de todas formas la rompieron. Ellas no se fijan en nada. A la arena le gusta silbar al compás de las olas, andar de un lado al otro, llevando con ella las piedras y las flores. Las conchas hablan muy bajito, cuando estoy tranquilo me acerco para escuchar lo que platican; se saben muchas leyendas de humanos, yo sé que no son ciertas.

Un día una estrella de mar me preguntó por qué no me cortaba la barba, no supe que contestarle. No sé si tengo barba, o que tan larga sea. Este espejo sólo refleja lo de afuera, no su interior. De cualquier forma, no tiene ningún caso ver la edad de mi cara o el color de mi pelo, soy yo, soy mío, eso basta. Te vas a morir joven, decía mi papá con toda la tristeza que cabía en sus ojos chiquitos de botón, lo murmuraba, y yo, que lo alcanzaba a oír ponía la misma cara que ponen los sordos; de no escuchar nada. Él no sabía de predicciones o presentimientos, simplemente ya estaba resignado, hecho a la idea de que todos nos íbamos a ir muriendo de pobres, de hambre. Lo mismo terminaba gritándole a mi mamá cada vez que se peleaban, porque mi mamá era muy necia y toda la vida quiso darme hermanos. Mi papá no la dejó; con todo lo que se cansaba y lo poco que ganaba, no había ni tiempo, ni dinero para tener más familia. Vivíamos en una casa chiquita cerca de la playa, nos dedicábamos a vender algunas cosas a los turistas; comida, collares, aretes. Todas las tardes, cuando empezaba a obscurecer, mamá y yo corríamos a la orilla de la playa para recoger las piedras y conchitas que saca el mar; deja muchas, de todos colores y tamaños. Cuando no era época vacacional, nos dedicábamos a la pesca o a cualquier trabajo sencillo que nos diera para comer.

Mi parte favorita del día, es cuando el cielo se pone rojo y luego morado, antes de que salga la Luna. Mi abuelo me contaba que era el momento en el que el sol aprovechaba para hacerle el amor. Después sale a ponerse en medio del cielo, grande, redonda y brillante, imponía con su voz quebradiza y soñadora. Mi abuelo sabe mucho de esas cosas, porque de joven viajó por todo el mundo; vio todos los secretos del mar y pudo tocar y sentir lo que esconde; eso que solamente a quienes viven en él y le pertenecen, les deja conocer. El abuelo; un hombre de cabello canoso y patillas abundantes, con músculos que insinúan haber sido fuertes. En uno de sus tantos viajes, se atoró con la red de pesca del barco en el que iba, cayó al agua con la pierna enredada, tardaron bastante en darse cuenta y tuvo que arrastrar el pie derecho para caminar toda su vida. Yo me sentaba a ver como venía desde lejos, mientras caminaba hacía surcos en la arena con la vara gruesa y retorcida que le servía de bastón; enseguida adivinaba una de esas historias. Al llegar, se tiraba a mi lado, sonreía con sus ventanales en la dentadura, me daba una caricia arrugadita, por encima del pelo, siempre junto a mí, pero con la mirada muy lejos; atrás del horizonte. También yo aprendí a ver así o descubrí que podía.

Mis papás quisieron que fuera suyo desde que nací hasta que me muriera. Lo intenté. Ser estático, callado, obediente, no pensar en otros lugares ni en horizontes, pero siempre fui más de mi abuelo, más mío. El día que mi abuelo murió, no pude dejar de llorar, entendí que su felicidad no estaba aquí. Se fue enfermando de pura tristeza, de contar todas sus historias, de acordarse de que era viejo, de que mis papás lo querían en la tierra. Ellos preocupados, con miradas grises, llenas de cenizas, no eran capaces de creer en fantasías, ni en cuentos, ni en nada. Pasaron varias noches pegajosas, había un silencio con sonido de grillo.

 Soñé con el viejo de cabellos plateados, caminaba hacía el fondo del mar. No arrastraba la pierna, hablaba con los delfines y hacía tratos con la noche. Habló con ella y le dijo que las sirenas son sólo animales de cabellos largos y pechos grandes, que no hablan, ni cantan; más bien gritan y gruñen, que satisfacen a los hombres con la boca para sentirse deseos realizados, pero ellas nunca están contentas, si te descuidas un momento te encajan sus dedos fríos, se vuelven violeta encarnada en tu piel, te succionan hasta que te vuelves escama y adornas sus colas. Nadan durante las tardes, por las mañanas están secas y se quedan entre la porosidad de las piedras en las que se sientan a esperar que los hombres las miren y las deseen. Tienen su rostro hermoso, de ojos enormes y mirada profunda; con ella atrapan a quien se les antoja.  Le dice a la noche que, si lo deja dormir en el reflejo de la luna, le enseña en donde se esconden.  Me desperté antes de saber lo que la noche contesta.

Quizá pueda ver a las sirenas, tocarlas sin convertirme en escama, espiarlas, acusarlas, dormir sobre el reflejo. Es fácil despedirse de las paredes, de las cosas, hasta de las personas. Aquí estamos jodidos; ahora más. Decidí despedirme del extravío, de una realidad sin horizontes.  No pertenezco aquí, dije al oído de mi padre, y luego al de mi madre. Dejé caer unas gotas de felicidad sobre sus caras, salí descalzo, caminé a la playa y me fui en un barco.

Por Daniela Álvarez



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