Romper Relojes

Hace veintiséis años que estamos así, nada ha cambiado. Seguimos siendo un experimento raro, juguetes deformes de piel, ya cansados y un poco malos, o eso creemos; sólo ella lo cree. Ha estado a mi lado desde que abrí los ojos por primera vez. También ella acababa de despertar. Bastaron unas palabras de presentación, unas horas hablando y dos o tres noches haciendo el amor para no sentirnos solos, después de todo éramos los únicos.  Pasaron muchos días, muchos años, me acostumbre a sus pies descalzos vagando de una esquina a otra, a sus ojos torpes intentando diferentes expresiones. Quiero lanzarte una mirada de felicidad, decía, nunca lo logró.  Practicó muchas, de tristeza, de enojo, de amor, tampoco eran muy buenas. La que mejor le salió fue la de miedo, el día que me vio abriendo la puerta.  

Nos habíamos asomado una vez hace quince años, pero yo quería salir, al menos huir, estar lejos de ella y de su incesante caminar. Elena hablando, Elena en la cocina, Elena besándome, Elena haciendo preguntas, Elena gritando. Siempre Elena. Siempre yo. En un principio todo era nuevo y me parecía bien, después ya no disponía de tiempo o lugar, no tenía a donde ir. La luz tenue de los focos azules me pesaba en los párpados un poco más cada noche, cuando los rayos dejaban de colarse por las orillas de las cortinas negras. El sol es una esfera de fuego enorme que te quema las pupilas si lo ves de frente, o si dejas mucho tiempo la ventana abierta, calienta el suelo y te quema las plantas de los pies, dije, pero Elena siguió caminando descalza.             
                                                                             
Antes ella me sorprendía contándome todas las características de los animales, que los changos se cuelgan de tronco en tronco y comen plátanos quitándoles la cáscara cuidadosamente con las manos, se parecen mucho a nosotros, aunque no hablan; que los elefantes son rasposos y gordos, tienen una trompa con la que se bañan. Seguro son del tamaño de veinte edificios juntos, comentó para impresionarme, yo no le creí. Todo lo que sabía lo aprendió de un libro con dibujos que no dejaba de leer, hasta que un día se cansó, lo arrumbó en un cajón y no volvió a hablar del tema. En las paredes dibujamos un mundo con colores, uno como nosotros imaginamos que era, con un mar y un cielo. Elena dibujo a los animales porque ya los conocía. En las noches, con los ojos bien abiertos, sólo escuchaba las manecillas de los relojes, teníamos uno en cada lugar de la casa; así no se puede olvidar que el tiempo pasa, caminaban siempre en tiempo y ritmo perfectos, todas juntas. Sentía un reloj en cada oreja, el sonido se volvía más fuerte, más inquietante, no conseguía ignorarlo, ni siquiera para dormir. Elena no me dejaba abrir la cortina para ver la luna. Si la espías y se enoja se nos puede caer encima, advertía. Además, la luna es muy bonita y si la miras a los ojos te hipnotiza. Me asusté, me sentí un poco más atrapado.

Después de tantos años ya no soportaba su voz diciendo Ricardo, Ricardo, Ricardo. Nunca se calla, pero no dice nada, sólo mi nombre, al menos es lo único que escucho. Sabemos que no hay forma de salir, que somos un juego, que alguien nos tiene aquí, hemos visto el vacío. Los últimos meses me la pasaba acostado en la cama, con la sensación de asfixia, con el dolor intenso en la garganta, pero sin gritar. Elena seguía su travesía de lado a lado de la recámara o de la sala al comedor. No la perdí de vista. Tirado en el colchón esperaba el momento. Giró en el pasillo con dirección a la cocina, me levanté tan rápido como pude, corriendo llegué a la puerta, deslicé con desesperación cada uno de los pasadores que me sometían al encierro. Ella salió de la cocina al escuchar el ruido.

Otra vez entre gritos; esa voz aguda, Ricardo, Ricardo, Ricardo. Hice todo para no distraerme. Abrí la puerta, sin voltear a ver, salté. Entre el viento, conforme iba cayendo, observé todo a mi alrededor. Conocí los árboles, el cielo, el sol. No vi ningún chango, tampoco se me quemaron las pupilas. Creí ser libre hasta estrellarme en la plataforma de carne, miré los pliegues de piel que formaban largos caminos; rectos, cruzados. Me sujetó con sus enormes dedos. Subí por el aire. Mi visión apenas alcanzaba a distinguir algo del antebrazo que precedía a la muñeca. Se detuvo en la puerta de la construcción, y con la otra mano, me empujó hacia adentro. Elena lloraba, se limpió las lágrimas al verme. No estás muerto, sollozó. Más o menos, respondí. No me preocupo, es un experimento largo. Nos vigilan todo el tiempo, hay que morirse solos, no matarse; esperan que te avientes en cualquier momento, por eso no hay escaleras.  ¿Qué es? ¿Un monstruo? Preguntó Elena asustada. No lo sé, se parece a ti o a mí pero diez mil veces más grande. ¿Cuánto crees que dure? Cuestionaba. Unos cien años, intentaba satisfacer su curiosidad. Suspiró, se levantó y caminó rumbo a alguna esquina. Elena, el cielo es azul, le dije con una sonrisa. Ella se sorprendió y luego sonrió también, tomó un crayón de ese color y comenzó a pintar sobre la parte de la pared que antes era amarillo verdoso, mientras yo, con los puños rompía relojes.


Por Daniela Álvarez


Comentarios

Entradas populares